diumenge, 17 de gener del 2010

Progrés (o això diuen)

Años más tarde, cuando Rahel regresó al río, éste la saludó con una sonrisa de calavera, agujeros donde hubo dientes y una mano levantada sin fuerza desde la cama de un hospital.
Dos cosas habían ocurrido.
El río había menguado. Y ella había crecido.
Río abajo se había construido una presa a cambio de los votos del lobby de los arroceros, que tenía mucha influencia. La presa regulaba la entrada de aguas saladas provenientes de las marismas que se abren al mar de Omán. Así que ahora tenían dos cosechas al año en vez de una sola. Más arroz por el precio de un río.
A pesar de que era junio y llovía, el río no era más que una cloaca caudalosa. Una estrecha cinta de agua espesa que lamía cansinamente los bancos de lodo de las dos orillas, tachonada con el ocasional brillo plateado de algún pez muerto. Estaba invadido por una maleza espesa cuyas raíces pardas y peludas se mecían como finos tentáculos bajo el agua. Por entre la maleza caminaban jacanas de alas de bronce. Con las patas separadas. Precavidas.
En otro tiempo el río tuvo el poder de provocar miedo. De cambiar vidas. Pero ahora le habían arrancado los dientes, se le había agotado el espíritu. No era más que una cinta verdusca, lenta y enfangada, que trasladaba desperdicios fétidos al mar. Por su superficie viscosa y cubierta de maleza cruzaban las bolsas de plástico brillante empujadas por el viento como volanderas flores subtropicales.
Las gradas de piedra, que antaño llevaban a los bañistas directamente al agua y a los Pescadores a los peces, estaban ahora al descubierto y no llevaban a ninguna parte, como un monumento absurdo que no conmemorase nada. Entre las grietas se abrían camino los helechos.
Al otro lado del río los empinados bancos de lodo se convertína bruscamente en bajas paredes de barro que rodeaban míseras chabolas. Los niños se sentaban al borde, con el trasero colgando, y defecaban directamente en el lodo del lecho del río, que engullía sus excrementos con un sonido de chapoteo y succión. Los más pequeños dejaban resbalar churretes de color mostaza pared abajo. A veces, por la tarde, el río crecía para aceptar las ofrendas del día y arrastrarlas hasta el mar, dejando una estela de líneas ondulantes de espuma gruesa, de color blanco sucio. Río arriba, pulcras madres lavaban ropas y cacharros en aguas que salían sin depurar de las fábricas. La gente se bañaba. Torsos que parecían separados del cuerpo se enjabonaban dispuestos en hilera, como bustos oscuros, sobre una estrecha cinta verdusca y ondulante.
En los días cálidos el olor a excrementos ascendía desde el río y se cernía sobre Ayemenem comoun sombrero.
También a ese lado del río, tierra adentro, una cadena de hoteles cinco estrellas había comprado el “corazón de las tinieblas”.
Ya no podía llegarse a la Casa de la Historia (donde en otro tiempo susurraron antepasados cuyo aliento olía a mapas amarillentos y que tenían las uñas de los pies duras) desde el río. Le había vuelto la espalda a Ayemenem. Los clientes del hotel eran conducidos directamente hasta allí desde Cochín a través de las marismas. Llegaban en lanchas rápidas que abrían una uve de espuma en el agua y dejaban tras de sí una película irisada de gasolina.
La vista desde el hotel era preciosa, pero también allí el agua era espesa y estaba contaminada. Había carteles que decían, con una caligrafía muy elegante: PROHIBIDO BAÑARSE. Construyeron un alto muro para que tapara la vista de las chabolas y evitara que invadieran la hacienda de Kari Saipu. En cuanto al mal olor, poco podía hacerse.
Pero tenían una piscina para nadar. Y japuta fresca con tandoori y crêpes suzette en el menú.
Los árboles seguían siendo verdes y el cielo seguía siendo azul, lo cual tenía su importancia. Así que no se arredraron y comenzaron a promocionar su maloliente paraíso –EL TERRITORIO DE DIOS lo llamaban en sus folletos-, porque aquellos listos hoteleros sabían que el mal olor, como la pobreza, era una simple cuestión de costumbre. Una cuestión de disciplina. De rigor y aire acondicionado. Nada más.

El dios de las pequeñas cosas, Arundhati Roy.

1 comentari:

Marià ha dit...

Vindrà un dia on les platges estaràn esfaltades i anirem a banyar-nos sense embrutar-nos amb la engorrosa sorra, aleshores sí que donarà gust anar a la mar, neta i transparent recentment netejada (la nit anterior), i depurada, lliure de pixums dels banyistes. Serà una platja ideal, res a envetjar a ninguna d'eixes del passat...
Vixca el progrés!